8.7.06

jueves, 08.07.1806 – convivencia

Mientras las autoridades virreinales y los vecinos más acomodados recibieron de buen grado a los ingleses, dando muestras de hospitalidad y colaboración, las clases más bajas, el pueblo en general, se mostró opuesto a los ingleses, como lo señala la anécdota citada de la moza de la fonda Los Tres Reyes.

Ya Alexander Gillespie señalaba la buena recepción a la ciudad, de parte de las mujeres porteñas. “Los balcones de las casa estaban alineados con el bello sexo, que daba la bienvenida con sonrisas y no parecía de ninguna manera disgustado por el cambio”.

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Una joven Mariquita Sánchez de Thompson (de 19 años entonces) declaraba en su libro de memorias “Las milicias de Buenos Aires: es preciso confesar que nuestra gente de campo no es linda, es fuerte, robusta, pero negra. Las cabezas como un redondel, sucios; unos con chaqueta otros sin ella, unos sombreritos chiquitos encima de un pañuelo, atado a la cabeza. Cada uno de un color, unos amarillos, otros punzó; todos rotos, en caballos sucios, mal cuidados; todo lo más miserable y más feo. Las armas sucias, imposible dar ahora una idea de estas tropas. De verlos aquel tremendo día, dije a una persona de mi intimidad: sino se asustan los ingleses de ver esto, no hay esperanza”. En cambio, “El Regimiento 71 de Escoceses, mandando por el general Pack; las más lindas tropas que se podrán ver, el uniforme más poético, botines de cinta punzó cruzadas, una parte de la pierna desnuda, una pollerita corta, una gorra de una tersia de alto, toda formada de plumas negras y una cinta escocesa que formaban el cintillo; un chal escocés como banda sobre una casaquita corta punzó. Este lindo uniforme, sobre la más bella juventud, sobre caras de nieve, la limpieza de estas tropas admirables, ¿que contraste tan grande?”.

A pedido de Beresford, sus oficiales fueron alojados en las casas de los principales vecinos. Eso les permitió a los ingleses convivir y confraternizar con los vecinos más importantes de la ciudad.

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La proverbial belleza de las porteñas no había pasado desapercibida para los ingleses. “El bello sexo es interesante, no tanto por su educación como por un modo de hablar agradable, una conversación chistosa y las disposiciones más amables” cita Gillespie “Era invierno cuando nos adueñamos de Buenos Aires; durante esa estación se daban tertulias, o bailes, todas las noches en una u otra casa. Allí acudían todas las niñas del barrio, sin ceremonia, envueltas en sus largos mantos, y cuando no estaban comprometidas, se apretaban juntas, aparentemente para calentarse, en un sofá largo, pues no había chimeneas y se utilizaba el fuego solamente con frío extremo, trayéndose al cuarto en un brasero, que se coloca cerca de los pies, y entonces ningún extranjero deja de sufrir jaqueca por los vapores del carbón”.

Por las tarde, la banda del 71 de Highlanders ofrecía conciertos en el paseo de la Alameda, oportunidad que las damas más requeridas de la ciudad (como las Marcó del Pont, Escalada o Sarratea) paseaban del brazo con .los oficiales británicos, para delicia de los chismosos porteños.

Un cadete del batallón de Santa Elena, se convirtió al catolicismo y se casó con una criolla, sirviendo como oficial (capitán, anota Gillespie) de Liniers, luego de la Reconquista.

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Beresford, con Pack, Campbell y Folley, eran infaltables al mate de la tarde, que los convidaba la familia Rubio (José Rubio de Velasco y Juana Rivero, los anfitriones) que tenía su casa en la calle San Carlos (actual Alsina). En cierta oportunidad, tras pasear por la huerta con el anfitrión, Beresford descubrió a la pequeña hija de José Rubio, la graciosa María del Rosario, ataviada con la capa, el kepí y la espada del general, dando órdenes a un pequeño regimiento que había formado con los sirvientes y esclavos de la casa. El padre reprendió duramente a la niña que se puso a llorar; Beresford alzó a la niña y le prometió traerle un regalo al día siguiente. Cumpliendo la promesa, le trajo un tambor y un bastón de mando, nombrándola mariscala de su ejército. La pequeña Rosario se tomó en serio su cargo, porque visitaba los cuarteles británicos, acompañada de un esclavo negro que llevaba el tambor, dándole órdenes a los soldados que fingían seguir sus órdenes, para regocijo del general Beresford. Desde entonces, la pequeña Rosario sería reconocida como la “mariscala del 71”.

“Los más de nuestros oficiales se alojan en familias particulares” recuerda Gillespie “que les otorgaban las más bondadosas atenciones que asentaron el cimiento de amistades recíprocas. Dieron muchos ejemplos de bondad natural de corazón y era tan frecuente y tan generalmente demostrada, que nos convencieron de que la benevolencia era una virtud nacional” .

Tal vez, confiado en esa hospitalidad, Beresford había hecho desembarcar su pura sangre, al que solía montar algunas tardes, llegándose sin custodia hasta los altos de Barracas, desde donde podía divisar, con su catalejo, la ciudad a su mando, la flota británica en el Plata y la pampa, infinita, extendiéndose contra el horizonte.

Pero bajo la superficie, la reacción contra el invasor, ya se estaba gestando.